Marcos de Quinto señaló que España se encamina a ser una gran oficina pública. Y no porque la administración funcione mejor, sino porque el aparato estatal crece a costa del ciudadano productivo. Hoy, medio país vive del otro medio: 16 millones viven del presupuesto (funcionarios, jubilados, subsidios) y apenas unos 16,9 millones lo financian. Esa es la fractura real: la España que mantiene y la España que es mantenida.
Mientras tanto, los burócratas de Bruselas siguen escribiendo normas moralmente superiores desde sus despachos, sin haber gestionado nunca una pyme. Son los curas del siglo XXI: no producen, no arriesgan, pero imponen su dogma. Y el dogma ahora se llama «sostenibilidad woke», aunque eso implique arruinar sectores enteros como el pesquero, el industrial o el energético.
Aquí nadie habla del bienestar de los ciudadanos. Hablan de salvar el planeta mientras sube la pobreza. Hablan de derechos mientras destruyen oportunidades. Hablan de democracia mientras eliminan cualquier disidencia al relato oficial. Y por si acaso alguien les pone un espejo delante —como Trump, Bukele o Milei— lo demonizan. Porque ellos, los que gobiernan Europa, no pueden permitir que la gestión eficaz sea una opción.
El Estado debería estar al servicio de los ciudadanos, no al revés. Pero cuando más del 50% depende del presupuesto público, lo que tienes ya no es una democracia funcional, sino un sistema clientelar donde votar es renovar el contrato de dependencia. Y en ese escenario, la libertad ya no se defiende con votos, sino con coraje.