
Por Keka Alcaide
En política, la previsibilidad es una condena. Cuando los discursos se repiten y los gestos se vuelven mecánicos, la emoción desaparece. Y sin emoción, no hay relato que sostenga una campaña.
Por eso, la sorpresa se ha convertido en el nuevo oro electoral. No porque cambie las ideas, sino porque rompe el guion. Y quien rompe el guion, domina el ritmo.
En las últimas campañas —desde diferentes lados del espectro— hemos visto una tendencia cada vez más clara: el cambio de rol como estrategia. Un candidato puede ser en la mañana el moderado que invita al consenso y, al día siguiente, el inconformista que promete sacudirlo todo. En apenas 24 horas, el relato se reescribe. Y con él, la percepción del adversario.
El efecto es inmediato y el contrincante queda descolocado. Su discurso, preparado contra una versión del rival, deja de servir. Tiene que empezar de nuevo. Reaccionar. Y en política, quien reacciona ya va un paso detrás.
Ésa es la lógica de la sorpresa. Mover el foco, desestabilizar al otro y obligarle a pensar en tu terreno. Funciona. Y mucho. Porque la sorpresa genera conversación, atrae titulares, multiplica clics y alimenta la sensación de que “algo está pasando”.
El elector, saturado de mensajes planos, reacciona ante lo inesperado. Y ahí está el triunfo táctico.
Pero la pregunta de fondo es otra. ¿Hasta qué punto esta dinámica —tan eficaz en campaña— fortalece o debilita la relación entre política y sociedad? ¿A quien beneficia realmente?
Cuando todo cambia de un día para otro, cuando los roles se transforman y los discursos se contradicen sin explicación, el ciudadano empieza a perder las referencias. El desconcierto, que al principio es curiosidad, puede convertirse en desconfianza. Y la desconfianza es la grieta por donde se escapa la credibilidad.
Si el cambio de rol se percibe como cálculo y no como evolución, el votante deja de creer en el fondo y se queda mirando la forma. Y cuando la forma es lo único que importa, la política se convierte en espectáculo.
La sorpresa, usada con inteligencia, puede ser un recurso valioso. Permite adaptar el mensaje, mostrar matices, romper inercias.
Cuando la sorpresa se convierte en el método, en la norma, en la única forma de mantener la atención, termina devorando el propósito original.
Quizá la pregunta que deberíamos hacernos no es cómo sorprender más, sino para qué queremos sorprender. Porque si la sorpresa se vuelve un fin en sí misma, el riesgo no es solo perder al adversario… sino perder el sentido.