El acto del 25 de Mayo en la Catedral Metropolitana dejó una postal que recorrió el país en segundos: el presidente Javier Milei entrando al Tedeum sin saludar al jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri, ni a su propia vicepresidenta, Victoria Villarruel. No fue un error, ni una omisión. Fue un mensaje. Y uno que no es nuevo en la política argentina.
Ya vimos antes esta escena: una presidenta que evitaba a los opositores, que nunca tendía la mano a quien pensaba distinto y que ni siquiera miraba a su propio vicepresidente. Hoy ese reflejo aparece otra vez, esta vez encarnado en quien prometió terminar con “la casta”, pero que parece adoptar algunas de sus peores prácticas.
Milei, que llegó al poder enarbolando la bandera de la libertad, hoy elige el camino de los gestos de desprecio. La frase que lanzó tras el acto, “Roma no paga traidores”, no solo revela una concepción personalista del poder, sino que también busca justificar lo injustificable: convertir un acto institucional en un pase de factura político.
Lo preocupante no es solo la falta de saludo. Lo preocupante es el desprecio simbólico a las instituciones, a la convivencia política, y a la responsabilidad que implica liderar un país fragmentado. Las democracias fuertes se construyen con diálogo, no con listas negras.
Lo ocurrido hoy no es simplemente una anécdota ni un exabrupto. Es una señal. Una señal de que el país puede estar cayendo, una vez más, en el juego del poder como revancha, donde el enemigo no se enfrenta con ideas, sino con gestos que buscan humillar y excluir.
La pregunta que queda es simple pero fundamental: ¿puede una república sostenerse si sus líderes confunden firmeza con desprecio, y autoridad con soberbia?